LA JUSTICIA DE LOS PERRAJES
Mujeres Mayas buscando justicia
No son las mujeres más débiles de Guatemala. Al contrario. Han tenido que pasar más de 30 años en un proceso (personal y colectivo) para ellas entender su silencio y entonces buscar la forma de destruirlo. Hoy han conseguido que su voz resuene, fuerte, en idioma q’eqchi’, frente al Tribunal A de Mayor Riesgo. Y su silencio, el que guardaron durante décadas, ahora es una sentencia. Hay culpables. Hay condenas. El Ejército de Guatemala las hizo esclavas y abusó de ellas sexualmente a principios de los años 80, en el destacamento Sepur Zarco, ubicado entre Panzós, Alta Verapaz, y El Estor, Izabal. Así lo contaron. “No es mentira lo que hemos sufrido”, fue lo que repitieron a lo largo de todo el juicio. La violencia sexual contra 15 mujeres q’eqchies fue juzgada y el exteniente Steelmer Reyes Girón, el máximo encargado de Sepur Zarco, ha sido condenado a 120 años de cárcel por delitos contra deberes de la humanidad en su forma de violencia y esclavitud sexual y múltiples asesinatos; y junto a él, el jefe de los comisionados militares, Heriberto Valdez Asij, deberá cumplir una condena de 240 años, por haber participado en la desaparición forzada de siete campesinos y la violación sexual —como delito de lesa humanidad— cometida contra las mujeres que sobrevivieron a Sepur Zarco.
Para las mujeres, para las abuelas de Sepur Zarco, el juicio ha sido una oportunidad de relatar lo que les ocurrió, porque antes —ni durante la firma de la paz en 1996, ni durante la elaboración de los informes de la verdad—, nadie les había preguntado sobre sus sufrimientos. Durante años, sus testimonios sirvieron para relatar lo que le había pasado a otros: torturas, masacres, desapariciones. Pero lo que había sucedido con ellas, la violencia sexual, la esclavitud, a pocos le importaba. Hace 20 años, en Guatemala, el delito de violencia sexual apenas fue reconocido.
“Su condición siempre fue en función de otros. Les preguntaban sobre los desaparecidos, los torturados, las masacres, pero nunca sobre ellas mismas y lo que les había ocurrido”, explica Amandine Fulchirone, investigadora principal de Tejidos que lleva el alma, un libro considerado el informe de la verdad sobre violencia sexual en Guatemala, publicado en 2011. Los testimonios de las mujeres de Sepur Zarco fueron parte de este informe, mucho antes de intentar un reclamo dentro del sistema de justicia. Mucho antes de una sentencia. Un trabajo que tomó diez años.
“Desde hace mucho tiempo estas mujeres pasaron de ser víctimas a ser personas capaces de reclamar un derecho, pero de eso pocos se dan cuenta por la forma en que han tenido que llegar a la Corte”, señala Fulchirone.
Sandra Sebastían
[ Sandra Sebastían ]“Nuestro corazón es Sepur Zarco”, respondía el público como solidaridad a las ancianas que eran resarcidas por la justicia.
Dentro de la Sala de Vistas del Organismo Judicial, desde el primer día de debate todas ellas llegaron completamente cubiertas por un perraje. Ocultaron sus rostros, sus cuerpos y sus manos. Y de esa forma se mantuvieron estáticas durante 19 audiencias judiciales. A veces un ojo asomaba, sin mucho brillo, con algunos rasgos de expresión que apenas perceptibles, en otras ocasiones era un cabello cano el que escapaba del rebozo.
“El sistema de justicia es así”, se queja Fulchirone: “Necesita víctimas en lugar de personas. Mientras más golpeado, más débil, más vulnerable te ves ante los jueces es mejor”.
Minutos después de escuchar la sentencia del Tribunal A de Mayor Riesgo en contra del teniente Reyes, el mismo que las forzó a trabajar en Sepur Zarco durante seis meses, el que permitió que fueran violadas por su tropa, las mujeres de Sepur Zarco, mostraron el rostro, debajo de sus perrajes sonreían y saludaban. “Nuestro corazón es Sepur Zarco”, respondía el público como solidaridad a las ancianas que eran resarcidas por la justicia.
“Ellas pidieron el rebozo. Es una medida de protección ante la mirada de los acusados que a veces es muy penetrante, cargada de odio. Ellas saben que es importante comprender que no son culpables. Y que este sentimiento transmitido a los culpables, son los que ahora sentirán vergüenza”, dice la sicóloga Maudi Patal, del equipo de estudios comunitarios y Acción Psicososial (ECAP) que ha acompañado a las víctimas.
Minutos después de escuchar la sentencia del Tribunal A de Mayor Riesgo en contra del teniente Reyes, el mismo que las forzó a trabajar en Sepur Zarco durante seis meses, el que permitió que fueran violadas por su tropa, las mujeres de Sepur Zarco, mostraron el rostro, debajo de sus perrajes sonreían y saludaban.
Para Fulchiorone, sin embargo, que hoy trabaja con mujeres víctimas de violencia sexual en Colombia, las mujeres que ha visto a lo largo del juicio de Sepur Zarco no son las mismas que ella recuerda cuando las conoció: fuertes, que no necesitaban ocultarse para hablar, o esconderse para nombrar lo que les ocurrió. Es a estas últimas, a las fuertes, y no a las que han ocultado su rostro dentro de la Corte, a las que Fulchirone quiere que todos miren ahí en Tribunales. Porque “detrás de los perrajes de Sepur Zarco —el chal tejido de colores vistosos, el símbolo de este caso, el rasgo que ha cubierto el rostro de las mujeres— la historia es mucho más profunda y compleja y describe a Guatemala como un conjunto de contradicciones”.
Hay también —implícito y explícito— un significado de lo que implica ser mujer en Guatemala, para las mestizas de la ciudad, las indígenas de todo el país, y sobre todo para aquellas que en el caso de Sepur Zarco vienen desde el Valle del Polochic. “Explica ser mujer durante el conflicto armado interno, antes de él y después de él”, dice la investigadora.
Además, se trata de la representación de la ruptura de un contexto comunitario. El recuerdo: la culpa. El testimonio: el susto. La violación sexual: el abuso. Pero también, debajo de los rostros cubiertos de Sepur Zarco, como dice Yolanda Aguilar, excoordinadora del Consorcio de Víctimas de Violencia Sexual Actoras de Cambio, está presente la sanación. Aguilar acompañó a las mujeres de Sepur Zarco durante casi cinco años, en un proceso “más político que jurídico” para reconocer la violencia sexual que se había cometido en contra de ellas.
Lo político, para construir personas con capacidad de reclamar derechos.
Y ahora, tras una sentencia, lo jurídico: que implicó denunciar y esperar a que el sistema de justicia se activara. “Quizás como el complemento necesario que para algunas de estas mujeres hacía falta”, indica Aguilar.
Cuando la violencia sexual de la guerra no era delito
Luego de la firma de la paz en Guatemala, el delito de violencia sexual era algo incómodo para la agenda y los acuerdos políticos entre el gobierno y la guerrilla. Las violaciones de mujeres durante la guerra simplemente fue obviado, como casi todo en cuestiones de justicia transicional: no hubo acuerdo sobre lo que no y lo que sí se podría juzgar. Nadie intentó sistematizar los casos de violencia contra las mujeres como algo prioritario. Tampoco preguntar en las comunidades. Era un silencio que se sumaba al gran silencio de la guerra.
“Hay que entender el contexto de esos años. Se empezaba, poco a poco, a hablar de lo que había sucedido. Se rompía el silencio sobre la guerra y era importante, pero había silencios más incómodos, como la violencia sexual”, dice Yolanda Aguilar.
La jueza Yassmín Barrios lo explicaba durante su veredicto: “Durante muchos años estas mujeres trabajaron para romper el silencio y buscar justicia”.
Los informes Guatemala: Nunca más del Proyecto de Recuperación de la Memoria Histórica (REMHI) y Memoria del Silencio de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH), se propusieron la tarea de esclarecer la verdad sobre las violaciones a derechos humanos cometidas durante el conflicto armado. “Su aporte (del REMHI y CEH) fue importante para reconstruir el pasado, para construir el presente y pensar el futuro. Sin embargo, la verdad para las mujeres fue limitada”, recuerda Fulchirone.
El 48 % de los testimonios de la CEH, por ejemplo, pertenecen a mujeres que nunca fueron vistas como víctimas de violaciones de sus derechos sino como testigos de lo que les pasó a otros.
Tanto en el REMHI como dentro de la CEH nunca se planteó un análisis de la guerra y sus efectos sobre las mujeres. En consecuencia, un 90 % de las víctimas del conflicto fueron hombres. Se trató, no obstante, del relato de miles de mujeres que denunciaban un hecho, la ausencia de sus familiares y esposos, pero no la violencia en contra de ellas. Aguilar recuerda que luego de dar su testimonio —ella fue abusada sexualmente por el Ejército— ocho meses antes de terminar el REMHI fue llamada para construir un capítulo específico sobre violaciones sexuales, un trabajo que tuvo que realizar sin bases de datos que pudieran detallar esta parte del conflicto, “tampoco se podían vincular las violaciones sexuales con las masacres y otras violaciones a Derechos Humanos”. En consecuencia, ninguno de los dos informes de la verdad investigó a profundidad la magnitud de este delito. La manera en que las mujeres víctimas de violencia sexual vivían el día a día luego de la guerra quedó en un limbo, sin explicaciones.
Una de las cuestiones más graves, dice Fulchirone, es que la violencia sexual “no fue considerada como una violación a derechos humanos de la misma gravedad que la tortura, la desaparición forzada, la ejecución y las masacres”. El argumento desde la perspectiva de aquellos años, como intenta explicar el libro Tejidos que lleva el alma, era que Derechos Humanos, al ser algo general para la humanidad, no podía considerar algo específico como lo “femenino”. “Era un asunto privado de las mujeres y que no querían hablar”, señala Fulchirone.
Claudia Estrada, una de las investigadoras del REMHI recuerda que dentro de las entrevistas testimoniales, la violencia sexual no era algo que se preguntara. “Por eso no se investigó ni se registró con la misma profundidad que los otros crímenes cometidos”, indica.
El REMHI, sin embargo, da cuenta de cómo “las violaciones sexuales realizadas por soldados fueron masivas en el caso de masacres o capturas de mujeres”. Las violaciones sexuales formaban parte de la puesta en escena del terror antes de masacrar a las mujeres mayas y a sus comunidades. El REMHI recopiló 165 testimonios de violencia sexual pero sin detallar las consecuencias para el Estado.
Yolanda Aguilar y Amandine Fulchirone, ante este vacío, decidieron sistematizar la violencia sexual durante la guerra. Todo el análisis y recomendaciones que habían quedado fuera de los informes de la verdad, ellas lo tendrían que construir. “A partir de las masacres, empezamos a buscar señales del abuso sexual cometido durante la guerra. Ubicamos distintas masacres, buscamos a las señoras. Las mujeres agradecían porque nadie antes les había preguntado. Pero fue un silencio difícil de romper”, recuerda Aguilar. Mujeres chuj, mujeres mam, mujeres kakchiqueles y mujeres q’eqchíes —las abuelas de Sepur Zarco— empezaron a hablar sobre lo que les había sucedido. Se reunieron, hablaron, buscaron una forma colectiva de autoafirmación. “Eso fue el inicio para descubrir lo ocurrido en Sepur Zarco”, explica la abogada de Mujeres Transformando el Mundo, Paula Barrios. Feministas de la Unión Nacional de Mujeres Guatemalteca y psicólogos de ECAP fueron la base principal para iniciar las investigaciones, las entrevistas con las víctimas de violencia sexual de toda Guatemala.
Tras la denuncia penal ante el Sistema de Justicia en 2011, Sepur Zarco empezaría a narrar la forma en que operó un destacamento militar como recreo para los soldados designados en las áreas de Izabal y Alta Verapaz. “Un lugar para la esclavitud sexual y doméstica para 15 mujeres”, indicó la juez Yassmín Barrios durante la sentencia. “Desaparecieron a los esposos para que las mujeres pudieran ser violadas. Heriberto Valdez Asij fue acusado de guiar a los soldados para esta tarea”, agregaba Barrios. “Los asesinatos —de Dominga Choc y sus hijas: Anita y Hermelinda— fueron responsabilidad del teniente Steelmer Reyes Girón”.
Ser mujer en el Valle de Polochic
Imagina que nunca conociste el amor. Imagina que los noviazgos no existen. Que nadie jamás te explique qué es la menstruación, o cómo se produce un embarazo. Imagina que alguien extraño llega a “pedirte”, que da dinero a tus padres a cambio de “poseerte”. Imagina que para lo único que te han educado —sin saber leer ni escribir— en toda tu vida es para ser “esposa” pero no hay quién te indique lo que eso implica. Nadie tampoco te explicó cómo tener sexo —lo básico de un coito— y entonces, desde el matrimonio, te violan, te duele. Tu rol social, el único posible es ser la “esposa de alguien” que te mantiene, que te da ropa, comida. Imagina que ese es el status social, la mayor aspiración de toda tu vida. Imagina entonces que llegan los soldados, te esclavizan y te violan, y de tajo desaparecen todo aquello en lo que has creído.
Imagina entonces que sobrevives. Y a pesar de eso, la comunidad dice que tuviste la culpa porque no falleciste, porque dejaste que te hicieran, porque a pesar de las armas... La gente te señala, “la viuda”, “la que le gustan los hombres”, “la puta”, “las caseras del Ejército”.
En el Valle del Polochic, a inicios de los años 80, la imaginación no era tal: eso era lo que realmente sucedía. Lo que implicaba ser mujer q’eqchí’ en los alrededores de Sepur Zarco, como relata el libro Tejidos que lleva el Alma.
Imagina entonces que sobrevives. Y a pesar de eso, la comunidad dice que tuviste la culpa porque no falleciste, porque dejaste que te hicieran, porque a pesar de las armas... La gente te señala, “la viuda”, “la que le gustan los hombres”, “la puta”, “las caseras del Ejército”. Imagina que sin ser “esposa de alguien”, es decir, sin poder cumplir tu máximo “rol en la sociedad”, lo que te queda es “no servir absolutamente para nada”. Entonces guardas silencio durante décadas. Te preguntan por las masacres, por torturas, por desaparecidos, pero nunca sobre lo que perdiste, lo que viviste en carne propia.
Las mujeres de Sepur Zarco, entonces, solo entonces, adquieren un contexto. Son las once mujeres que han podido llegar a un juicio. Las que dijeron frente al tribunal: “si mi esposo estuviera yo no estaría en este lugar”. Pero también ahí, dentro de la Sala de Vista, fueron maltratadas: “Se pudo dar la práctica de la prostitución por parte de las mujeres q’eqchies”, argumentó el abogado Moisés Galindo, defensor del teniente Esteelmer Reyes al referirse a las mujeres de este caso.
El estigma sobre ellas sobrevive.
La jueza Yassmín Barrios indicó durante el veredicto del Tribunal que las mujeres “sufrieron tratos denigrantes así como abusos y malos tratos”, no obstante, respetaba su valentía, su fuerza.
Amandine Fulchirone explica que cuando se acercaron al contexto de la violencia sexual en el Valle de Polochic, descubrieron que se hablaba de esclavitud, de violaciones, todo dentro de un destacamento: “Decidimos que lo primero que debíamos hacer era romper el silencio. Empezamos a trabajar la culpa y el susto. La culpa desde el feminismo y el susto desde la cosmovisión indígena”.
Las mujeres de Sepur Zarco en esos años (2004,2005) decían que pasaron por algo que “no les había gustado” y no podían nombrarlo. En vez de decir violación sexual, decían “me agarraron”, “rompieron mi matrimonio”, “muxuk (profanación)”, “entraron conmigo”. Empezaron a nombrarlo todo, a decir vulva, vagina, pene. Durante el juicio, frente al Tribunal A de Mayor Riesgo, las mujeres de Sepur Zarco han podido nombrar cada cosa por su nombre: “Me violaron”, “desaparecieron a mí esposo”, “esto no se debe repetir”. Al empezar a nombrarlo también lograron encararlo.
“Lo más difícil, el logro más grande”, recuerda Aguilar, “fue cuando lograron bailar”. “La construcción fue política. La sanación fue integral”, añade, cuando recuerda los ejercicios y talleres que organizaban para que ellas aprendieran a expresarse.
El susto, por otra parte, en la cultura q’eqchi’ sucede cuando “el espíritu sale del cuerpo” a causa de un sobresalto muy grande. En el Valle del Polochic, la recuperación del espíritu se realiza a través de la ayuda de un Aj’Quij (guía espiritual). “Muchas veces los Aj’ Quij son hombres, y las mujeres de Sepur Zarco no podían explicar el origen de su espanto, la violencia sexual. Habían pasado años y no habían podido recuperarse del susto”, indica Aguilar.
Durante el juicio de Sepur Zarco, el miedo, el susto, la culpa, como explicó la antropóloga Irma Alicia Velásquez Nimatuj, forman parte de la evidencia de un rompimiento cultural. “No se trata sólo del sufrimiento de las víctimas a título individual, se lesionó a toda la cultura q'eqchí”, como explicó también la antropóloga, y perito en el juicio, Rita Segato.
POR: PLAZA PUBLICA