INFORMACIÓN

INFORMACIÓN

PUBLICACION REVISTA D

domingo, 1 de julio de 2018

EL RACISMO HA MUERTO?



¿EL RACISMO HA MUERTO?

“El racismo ha muerto” era la consigna de muchos intelectuales en las décadas de 1960 y 1970. Con ella se enarbolaba la falsa idea y la esperanza de que el racismo había dejado de existir como un problema en las sociedades postmodernas y la creencia de que todo lo que quedaba de esa etapa oscura de la sociedad eran unas actitudes discriminatorias o unos neorracismos que no tenían un carácter racial sino cultural. Sin embargo, ya Taguieff nos advertía del peligro de banalizar el fin del racismo o su mutación, atribuyéndolos a comportamientos de índole cultural y no racial (1995: 152 y ss.). Wieviorka también señalaba lo que suponía un recrudecimiento del racismo en las sociedades europeas, con su nueva focalización en el inmigrante, el islamista o en determinados extranjeros; en otras palabras, en “el bárbaro”, es decir, en aquel que no habla nuestra lengua, no practica nuestros usos y costumbres, no es asimilable a la sociedad occidental porque tiene un comportamiento cruel e inhumano hacia el resto de sus congéneres (1995: 205-223, 2009; 21).

La miopía de Occidente, al no distinguir el racismo como una corriente soterrada que se esconde bajo comportamientos o actitudes “políticamente correctos”, no ha podido ver que este ha permanecido latente en todas nuestras sociedades. El precepto falso de que se podía paliar con multiculturalidad o interculturalidad nos ha llevado a enfrentarnos, de improviso y como quien despierta de una pesadilla, con un racismo manifiesto y brutal, conducido y expresado por el Estado y los partidos políticos, cuya máxima expresión la tenemos en los Estados Unidos y su actual administración.

La complacencia de intelectuales, académicos, elites simbólicas, medios de comunicación y de los ciudadanos nos hace reflexionar sobre la connivencia de algunos de ellos, como apunta Van Dijk (2001) en sus escritos sobre racismo y discurso. Ello ha conducido a la situación actual, es decir, a la presencia explícita en todo el mundo de un racismo -que se expresa ya no solo en las redes sociales- contra el inmigrante, el “moro”, el “indio”, el “negro” o el “mexicano”. En otras palabras, contra todo aquel catalogado como “bárbaro” no solo por su forma diferente de usar el idioma o de compartir la cultura hegemónica, sino porque desata el acoso y el miedo. Así, el Otro termina por ser percibido como una amenaza para nuestras sociedades, como un peligro público que hay que erradicar. La dicotomía que no ha variado en su esencia es la de civilización versus barbarie, en la que la primera corresponde siempre a Occidente y a la “raza blanca”. Desde esta perspectiva se juzgan y valoran las demás culturas y es aplicada a escala jerárquica con subniveles de barbarie y, también, de grados de civilización.

La ideología racista es uno de los instrumentos más poderosos que explican por qué actos y prácticas racistas y otras formas de violencia pudieron derivar en genocidios, como sucedió en Guatemala, Ruanda o Bosnia Herzegovina. Esta ideología racial y racista posee una larga historia, que desgraciadamente pervive y se ha ido fortaleciendo en los últimos veinte años en Europa y en América Latina. Conscientes de ello, durante todo este tiempo hemos continuado denunciando, padeciendo y combatiendo esta corriente de pensamiento. En especial Guatemala en las últimas décadas ha sido enfrentada y ha dejado de ser negada y quizá por ello se ha producido un recrudecimiento del racismo en los medios. Ello nos ha vuelto más conscientes de su magnitud, de cómo nos afecta y de la importancia de combatirla.

Guatemala es, sin duda, una de las sociedades más racistas de toda América Latina y una de las que más le ha costado reconocer un hecho evidente para todos los discriminados, aunque menos para el resto de la población no indígena. Por ello llevamos más de veinticinco años denunciando este racismo, gracias a lo cual se ha conseguido integrar su problemática como parte de la agenda pública y política. Por lo mismo, este tema se ha convertido también en un campo de batalla, especialmente en la prensa y en las redes sociales. En otros artículos hemos barajado muchas hipótesis sobre las causas de este racismo persistente y poco moldeable, aunque resulta muy difícil aventurar con entera certeza las razones de su enquistamiento en la sociedad y en el Estado. 

* El arraigo de las raíces históricas del racismo. Por ser un elemento histórico-estructural que se inicia con la Colonia y mantiene una continuidad a lo largo de toda la historia del país, el racismo, en lugar de desaparecer, se ha reforzado debido a la persistencia de la ideología dominante y su fuerte presencia en las instituciones del Estado.

* La ideología de la clase dominante, que se dispersó por el conjunto de la sociedad, tuvo desde sus inicios un fuerte componente racista que se reforzó durante la época liberal con las teorías darwinistas, en sus versiones más radicales del degeneracionismo y la eugenesia, y que se consolidó aún más durante la etapa contrainsurgente. En ese momento este rasgo se exacerbó con el postulado de que “todos los indios”, por el hecho de pertenecer a “un grupo étnico como tal”, eran “enemigos públicos”, lo que desembocó en un genocidio.

* La construcción de un discurso racista con la aplicación de una serie de tópicos contra los indígenas que apenas han variado desde la Conquista hasta la actualidad. Los epítetos solo se han ido modificando con el paso del tiempo, pero manteniendo siempre como finalidad la descalificación del Otro y su humillación para justificar un sistema de dominación basado en las desigualdades económicas, políticas y sociales.

* La ideología racista de la clase dominante guatemalteca es peculiarmente manifiesta y agresiva y se fundamenta en un racismo biológico-racial. Este es utilizado como mecanismo de amalgama de dicha clase y de reconocimiento de sí mismos como “blancos o blanco-criollos”, por autoadscripción. Con ello justifican una supuesta superioridad racial frente a los Otros, los indígenas y/o mayas, que avala todo un sistema de explotación.

* La escasa presencia de una ideología del mestizaje -lo que en México recibió el nombre de “mestizofilia”- que permitiera valorar tanto la cultura de los pueblos ancestrales como la hispánica y diera como resultado la identidad del mestizaje como superación de ambas.

* La naturaleza misma del Estado de Guatemala, fundamentada en un racismo de Estado que empieza a operar como tal desde el siglo XIX, en la medida en que excluye, desconoce y minusvalora a los pueblos indígenas y que trata de homogeneizar la nación por la vía de la eugenesia o del blanqueamiento. En el peor de los casos, cuando se producen sublevaciones de las poblaciones indígenas, acude a su exterminio.

* El tránsito de un Estado racial a uno racista, basado en la jerarquización de las razas y en un modelo estatal monoétnico y monocultural, se produce cuando los aparatos represivos e ideológicos del Estado comienzan a obedecer a una lógica de discriminación racial, de exclusión social y política e incluso de exterminio físico o cultural hacia otros grupos étnicos, comunidades o pueblos, con el fin de mantener un dominio de clase, etnia o género, bajo el argumento de la superioridad racial de un grupo frente a los otros. La culminación de este racismo de Estado se produce con el genocidio en la década de 1980.
* El miedo ancestral al “fantasma del indio irredento” –a que el día en que “el indio se subleve” va a acabar con todos los ladinos y blanco-criollos a causa de su “ser vengativo y resentido”– se agudizó durante la etapa contrainsurgente, al punto que el indígena se convirtió en enemigo de la nación y sujeto de exterminio.

Sin duda alguna, estos argumentos tenían como finalidad mantener el férreo control del poder por parte de una elite vinculada por redes familiares de larga duración, a la que hemos denominado núcleo oligárquico. Ellos han sido los propietarios de la tierra y han controlado el comercio, la industria y las finanzas. La ideología descrita les ha asegurado un sistema de explotación y de mano de obra barata, tanto en el campo como en la ciudad, y les ha permitido, sobre todo, mantener el control del Estado como su feudo.

Múltiples son los argumentos que podríamos esgrimir, pero lo cierto es que, en cada ocasión que hay un conflicto social o económico, cada vez que los pueblos indígenas manifiestan sus justas demandas por la tierra, por los derechos ancestrales, por el pluralismo jurídico o simplemente el derecho a ser respetados y reconocidos como pueblos indígenas, los discursos y las prácticas racistas recobran fuerza y despiertan la alarma social del “fantasma del indio irredento y vengativo”.

Con el fin de la guerra y la firma de la paz en 1996 con base en los Acuerdos Sustantivos de la Paz Firme y Duradera, en especial del Acuerdo de Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas (AIDIPI), firmado el 23 marzo de 1995, se abrieron algunas ventanas y se lograron ciertas conquistas para los pueblos indígenas, a saber: la oficialización de los idiomas indígenas, el reconocimiento de su religión, cosmogonía y lugares sagrados y del uso de sus trajes, el reconocimiento de las toponimias en idioma maya y la ley de educación bilingüe e intercultural.

Sin embargo, aquellos artículos del AIDIPI sobre la protección del patrimonio cultural maya y la propiedad y posesión de la tierra nunca fueron abordados pues en 1999 se perdió la consulta para la reforma constitucional que debía declarar a Guatemala como una nación multiétnica, multilingüe y pluricultural, por lo que las reformas quedaron suspendidas. No obstante, la aprobación de la Ley contra la discriminación de los pueblos indígenas y la creación de instituciones afines, como la Defensoría de la Mujer Indígena (1999), la Comisión Presidencial contra el Racismo y la Discriminación de los Pueblos Indígenas (CODISRA) (2002), el Consejo Asesor Indígena para la Presidencia (2004) y la Unidad de Desarrollo para los Pueblos Indígenas, fueron algunas conquistas que marcaron un camino sin retorno.

El fracaso de la Consulta Popular en 1999 que supuso, como ya dijimos, un varapalo para que se pudieran concretar y llevar a cabo todas las reformas previstas en el Acuerdo, se debió, en gran parte, a la agresividad del discurso racista durante la campaña por el NO de las elites políticas y simbólicas, así como a la falta de información y divulgación de las preguntas del referéndum y a graves errores del movimiento maya en su momento.

La Secretaría de la Paz (SEPAZ), después de 22 años transcurridos desde la firma de los Acuerdos, acaba de presentar una valoración, a mi juicio, excesivamente positiva de los avances del AIDIPI, en la que considera que más de la mitad de sus artículos han sido cumplidos y llevados a la práctica. Sin embargo, la persistencia del racismo es un hecho evidente. Para dar cuenta de esto, me centraré en tres episodios donde el racismo se ha exacerbado y que casualmente coinciden con momentos en que los pueblos indígenas han reivindicado sus derechos más elementales, entre ellos el derecho a la vida, a la justicia por las graves violaciones de los derechos humanos de los que fueron víctimas y por el genocidio, a su soberanía territorial y al reconocimiento del pluralismo jurídico.

El primero de ellos es el juicio por genocidio del Pueblo Maya Ixil en contra de Efraín Ríos Montt y Mauricio Rodríguez Sánchez realizado en 2013. Cuando se inició el juicio, la opinión pública se dividió entre los sectores negacionistas y los que demostraban estupor al conocer lo que había sucedido. Entre los más radicales y extremistas del primer grupo, claramente vinculados a la Fundación contra el Terrorismo creada por Ricardo Méndez Ruiz y Avemilgua (2013), se dejaron oír las siguientes opiniones:

* “Es una traición a la patria, la familia y la nación”, “supone dividir al país y revivir la guerra y la confrontación”.

* “Es una venganza y revanchismo de los indios y un linchamiento jurídico contra el Ejército y el pueblo de Guatemala”.

* “Es un invento de las indias como Rigoberta, esa ‘india Tishuda’ que debería de estar vendiendo papas en La Terminal”.
En cuanto aparecía en la prensa un escrito de alguna intelectual maya, como Rigoberta Menchú o Irma Alicia Velásquez, la respuesta de las elites simbólicas y de las redes sociales era virulenta y la lectura de blogs arrojó, una vez más, un profundo racismo hacia los pueblos indígenas en comentarios como el siguiente:

* “Al indio hay que sacarle del vientre de la madre, porque si nacen se van a la montaña, es difícil agarrarlos, acaso no fue la filosofía de los militares”; [con el juicio lo que se quiere es] “desprestigiar a nuestra patria con el indeleble calificativo de genocidio”.
De nuevo nos encontramos con el racismo histórico estructural que hemos denunciado en otras investigaciones, pero en esta ocasión hemos podido comprobar que no solo entre las elites intelectuales y políticas, sino también en las clases medias urbano-ladinas se expresa un rechazo hacia la población indígena, a la cual se le niega el derecho a hablar, contar su historia y enjuiciar a los responsables de semejantes atrocidades.
Una de las declaraciones explícitas de mayor odio y resentimiento lo encontramos como comentario a un artículo de opinión donde se expresaba claramente un discurso racista y de odio en contra de la población indígena que en cualquier otro país hubiera sido penalizado:
* “Que viva la justicia, vamos General Ríos Montt, estos indios parásitos ya se les está cayendo el teatro de sus testigos falsos, con su presión a la juzgadora. Malaya la hora en que en verdad no fue genocidio, ojalá se hubieran muerto todos los indios que ahora andan bloqueando las carreteras” (énfasis nuestro).
Este tipo de comentarios abarcó casi un 40% de los discursos publicados en la prensa escrita y en los blogs, lo que indica que el racismo no solo no se ha frenado sino que se ha recrudecido y que se está evidenciando un racismo renovado y exacerbado.