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PUBLICACION REVISTA D

jueves, 7 de julio de 2011

JUTIAPA EN LA HISTORIA


JUTIAPA EN LA HISTORIA Y LEYENDA 
UN GRAN LIBRO DE UN ORGULLO JUTIAPENSE!!!


Alrededor del siglo octavo antes de Jesucristo, vale decir unos dos o tres siglos antes de que existiera Homero, la Ilíada, la Odisea, y conociera el mundo el esplendor de Priamo, de Aquiles y Ayax, más tarde sepultado en las cenizas de Troya, floreció aquí en nuestra tierra, la estirpe indígena de los pocomames, los pipiles y los Xinkas, que integraron las primeras formaciones socio-políticas y étnicas de lo que hoy se conoce como el departamento de Jutiapa, Guatemala.

Los pocomames se asentaron en la parte central y oriental del departamento. Los pipiles reinaron en la parte meridional, como es Atescatempa y Asunción Mita, y se extendieron hasta Cuscatlán. Exponentes milenarios de su cultura y su ancestro, son los actuales conocidos monumentos construidos y erigidos por ellos a sus grandes héroes y príncipes, conocidos hoy como los montículos o pequeñas colinas de piedra plana, llamado uno de ellos Cerro de las Lajas, situado en el extremo sur de la población de Asunción Mita (valle de Mictlán). A su vez, los pocomames construyeron también sus propios monumentos, que están ubicados, entre otros, en el extremo suroriental de la ciudad de Jutiapa, frente al cementerio del pueblo.
Los aborígenes pertenecientes al tercer grupo, o sea, los Xinkas, poblaron lo que en la actualidad constituyen los municipios de Yupiltepeque, Pasaco, Comapa, Jalpatagua y Conguaco, o sea, la parte de la sierra o región montañosa del sur y la gran sabana ubérrima de lo que forma el gran valle de Jalpatagua, surcada de los grandes ríos del Pululá, el río Paz y otros.

Los conquistadores castellanos encontraron en los fieros combatientes de estos grupos étnicos jutiapenses, la más feroz de las resistencias en la defensa de su propia nacionalidad violada por el invasor. El sacrificio de su sangre, la de estos grandes soldados del oriente nacional, hizo que floreciera en todo el departamento de Jutiapa y pueblos aledaños, la que hoy es conocida y respetada en todo el país como la estirpe oriental de los hombres francos, talentosos y valientes, que se distinguen de los del resto del país por sus modales carentes de simulación y sin amanerados refinamientos, que, a pesar de que los saben cultivar por medio de la cultura y los buenos modales clásicos, nunca son en el hombre oriental producto de la hipocresía, sino de su franqueza y su sinceridad evidentes.

Los destructores de la nacionalidad amerindia sintieron en carne viva la ferocidad combativa de estas legiones jutiapanecas, que lucharon unificadas bajo las banderas patrióticas del gran cacique Copán Galel, jefe de la insurrección indígena oriental coaligada con los demás caciques de Mictlán, los de Esquipulas y de Chiquimula, así como con el más cercano aún llamado At-Tescat-Tamatl, que reinó por la región de Atescatempa, dándole su nombre, y las comarcas surorientales de Jutiapa.
Copán Galel, corno jefe máximo de la insurrección indígena oriental, puede compararse, no obstante el escuetismo de la información histórica, con el otro gran jefe del movimiento insurreccional andino del alto Perú, José Gabriel Gondorcanqui, o mejor conocido como Gabriel Tupac Amaru y su hermano de los mismos apellidos, orgullo de la raza aimara y de la quétchua, cuyos pasos aún se oyen en el silencio milenario de las cumbres perpetuas del Machu Picchu, y su eco se extiende todavía aún más allá de los confines de la araucanía, y pervive en el sueño de los amautas.
Xochil Apán (río de las flores) es el verdadero nombre aborigen original de Jutiapa. (No Xuti-apán). Se ha dicho que tuvo origen en la voz xuti o jute. Este conocido molusco fluvial jamás pudo impulsar o sácudir la imaginación florida y hondamente poética de los padres pocomames de la raza, hasta haber dado el nombre a su tierra amada con base en el del oscuro caracolillo. Debió ser la fulgurante maravilla de la pradera innumerable de Xochil Apán o río de flores (Jutiapa), poblada de miles de millones de flores o xochiles, la que hizo que su numen imaginara blasonar con aquel símbolo su sagrada pacha mama o madre tierra, como llaman los quétchuas y aimaras a la tierra que nos dio el primer aliento, la vida prístina y undívaga, y también la muerte, que nos espía en la esquina del monte, como una neblina baja.

Pasaron los siglos y los años antes de que el departamento y la propia ciudad de Jutiapa enfilara sus galeras hacia horizontes civilizados. Los pueblos sin libertad política son como las maquinarias inmóviles sumergidas en el barro del pasado primitivo. La conquista eso fue lo que produjo en las formaciones étnicas alejadas de la capital, de la provincia o del Estado. Las ricas ciudadelas donde se concentraba el poder político fueron saqueadas y esquilmadas en su producción de bienes de toda índole y hasta de consumo, para exportar las riquezas a través de los mares con destino al mandarín lejano, que vivía del sudor y la sangre de los millones de parias que vegetaban en estas tierras bajo la férula de los encomenderos y los traficantes de la esclavitud en toda la gama de sus formas.

Bellísimo ejemplo fue el que dieron en el occidente del país y en Cuscatlán, los levantamientos insurreccionales contra el dominio español, los patriotas Atanasio Tzul y los hermanos Lucas Aguilar y otros. Este no fue sino una imitación moderna, en su tiempo, de los viejos movimientos insurreccionales contra la esclavitud impuesta por el imperio romano, encabezados por los líderes Aristónico, Cleón, Euno y Espartaco, este último entre los años 74-7, después de Cristo, en Italia. Más de cien mil esclavos llegaron a poner al borde de la derrota a los opulentos generales imperiales, luchando por conquistar la libertad. Pero lamentablemente, en uno y otro casos, fueron malogrados los sacrificios de los esclavos por la falta de un plan ideológico debidamente organizado y dirigido hacia fines concretos y definidos, de cuya carencia se valieron los opresores para desbaratar todas las insurrecciones.

Situados nuestros extintos antepasados todavía en la época en que carecían del tesoro más preciado para el hombre, cual es la libertad, el historiador y el crítico cometerían un grave error al creer que los pocomanes, pipiles y los Xinkas, se distinguieron únicamente como guerreros o labriegos. De ninguna manera. Descollaron también en las artes, en las ciencias, en los deportes y en todas las actividades de la cultura. La exigua información histórica es casi muda al respecto. Pero las investigaciones de los grandes antropólogos y mayistas, tales como el gran maestro y fino amigo nuestro, doctor Rafael Girard, y muchos más que han dedicado su vida al estudio de la sabiduría profunda de los grupos étnicos desgajados de las razas nórdicas y de los mayas y tlascaltecas, cuya lengua hablaban en nuestras tierras orientales, afirman todo lo contrario. Es más que seguro que escribieron sus propios bellos dramas líricos y étnicos, semejantes o mejores que el Rabinal-Achí, en donde el alma aborigen llenó varios milenios de su gloria.

Existe la errónea creencia de que el indígena de los tiempos modernos es retrasado mental. Nada más inexacto. Grandes matemáticos y maestros de todas las disciplinas del saber, quienes incluso hemos tenido el honor de que sean maestros de nosotros personalmente en la escuela y en la universidad, son indígenas auténticos, naturalmente superados con base en la cultura que recibieron. Y el retraso que es notorio en la inmensa mayoría de su clase, es nada más que aparente y debido a la pobreza y la indiferencia centenaria en que han discurrido sus generaciones, carentes de los medios necesarios para su ilustración, ya de parte de sus progenitores como del Estado mismo, que solamente se ha preocupado en la educación preferente de su clase y de la raza mestiza a que pertenecen sus sempiternos titulares.

Hay indicios fuertes de que los padres de la raza aborigen oriental descollarían en la lírica, en el teatro y en la narrativa. Es preciso escuchar a algún anciano de los de mayor edad y linaje, para darnos cuenta de la fluidez con que narran las leyendas y tradiciones de la raza. Es cautivante la forma expresiva y novelesca con que cuentan los pasajes de cuando les salió al camino por primera vez el espanto de la Siguanaba. Empiezan diciendo que fue en una noche de luna, cuando ésta estaba como el propio día, y que se veía que los luceros temblaban como de miedo o frío sobre los cogollos del guachipilín y del tempisque. El caballo piafaba, relinchaba, como poseso de una hecatombe interior, y encabritándose hasta cuán alto era, con las patas delanteras hacia el cielo, golpeaba la cresta de los cercos de piedra de lado a lado del camino. Y al pasar medio presuroso como a veinte pasos de la orilla del río, se oían las carcajadas y el chapoteo en la poza de la Siguanaba. Se oían los jajayos de la Siguanaba, habría dicho mi hermano-amigo Guayo Sánchez Grijalva, si hubiese de describir a la Siguanaba, bañándose en el río a las dos de la madrugada, y llamando con las manos hacia el río al viajero ya casi muerto del miedo.

Las leyendas del Duende, el Sombrerón, el Zipitío, el Cadejo, la Llorona, la bruja que se convierte en cocha (marrana) negra o mula prieta en la noche más oscura, son muy comunes en la tierra jutiapense. Son parte integrante e indestructible del acervo legendario de nuestra raza. Y aunque parezca paradójico, integran una de las riquezas de la tradición autóctona. Frente a la cultura científica y materialista del hombre moderno, forman un contraste que enriquece el folklore espiritual del pueblo. Tuvieron mucha más razón los historiadores, intelectuales y antropólogos que hace muchos años se reunieron en el famoso congreso indigenista de Pátzcuaro, en México, cuando propugnaron y establecieron que no debía destruirse, y por el contrario mantenerse, el precioso caudal de las creencias sanas y aún las inclinaciones y simpatías de los millones de indígenas del continente, hacia lo que ellos consideraban como valores eternos e insustituibles del espíritu nacional inmerso en cada hombre aborigen. Recordamos aún, que durante aquel histórico congreso de Pátzcuaro, se recibió en la asamblea un impresionante mensaje enviado por El Gran Tecolote Blanco Jaspar Hill, desde el extremo septentrional del Canadá, donde saludaba a los congresistas en su carácter de soberano o jefe de treinta millones de indios dispersos a lo largo de todo el continente americano, quienes espiritualmente se consideraban hijos y protegidos del gran anciano tecolote blanco Hasper Hill.

Algo que podríamos llamar leyenda jerezana o de Jerez, es la de El Partideño. Nuestras abuelas jerezanas y la mía propia, hablaban del Partideño como de algo muy conocido y familiar de los habitantes del lugar, así como de Atescatempa, de Chalchuapa y San Isidro, de la vecina y hermana república de El Salvador. Era la historia en parte auténtica y en parte legendaria, de un hombre llamado en términos que acaso no correspondan a la realidad histórica, bandolero, con mezcla de pirata por sus relaciones con éstos que asolaban los mares en tiempos del dominio español, que se colocó fuera de la ley, sin quererlo él mismo, debido al tratamiento injusto y despótico que recibió del Corregidor de aquel entonces, con motivo de haberse enamorado el Partideño, de una hija del Corregidor llamada creo que Matilde. El Partideño siendo aún muy joven, conoció a la hija del poderoso representante de la autoridad peninsular, y tanto ella como él formaron un bello romance amoroso que fue de la total desaprobación del Corregidor. Al darse cuenta éste de las relaciones sentimentales y puras del intruso joven que le era antipático, dio órdenes a la soldadesca bajo su mando para que lo persiguieran por todas partes y lo llevaran prisionero, con el propósito de ejecutarlo sin ninguna formalidad como era costumbre. El prisionero se le fugó a su opresor una y otra de las veces que fue capturado, y al final de cuentas decidió convertirse en partideño o jefe de banda de hombres armados y fuera de la ley, como se les llamaba entonces.

El Partideño, injustamente perseguido, logró emboscar al Corregidor en algún lugar de su corregimiento y lo ejecutó mediante su ley y la razón de la fuerza. Desde entonces comenzó a deambular por toda la anchura de las provincias centroamericanas limítrofes con el mar Pacífico. Su acción permanente y aplaudida por todos sus compatriotas, era la de asaltar todas las recuas o transportes de mulas que llevaban el oro y los tesoros que los mandarines provinciales enviaban forzosamente al Rey de España, por medio de galeones surtos en la bahía de Fonseca y navegantes por todo el Pacífico, en donde acechaban los piratas famosos de entonces, aliados y coludidos aquí en el continente con el Partideño. De esa cuenta los piratas robaban los tesoros adentro del mar y el Partideño robaba el oro y la plata que viajaban entre las capitales de provincia y Fonseca. Aparece, entonces, de nuevo Jerez en el escenario de la existencia trágica y tremenda de el Partideño. Para esconder y guardar en lugar seguro e inaccesible las riquezas mal habidas que arrebataba al Rey de España en su tránsito, el Partideño escogió la legendaria Cueva del Partideño, la cual, según la creencia de los ancianos de varias generaciones de Jerez, se halla en una de las cumbres más intrincadas e inaccesibles del volcán Chingo, o guardián milenario de los habitantes de Jerez, Atescatempa y Chalchuapa. La leyenda dice que en una y otra de las paredes rocosas de la enorme cueva, con piso de lajas finas a manera de los ladrillos modernos, se hallan todavía unas grandes argollas de hierro empotradas en la roca, las cuales evidentemente servían para tender la hamaca en donde descansaba y dormía el valeroso Partideño.

De acuerdo con creencia centenaria, aún en la actualidad permanecen escondidos e intactos en las profundidades oscuras de La Cueva del Partideño, los cofres de armellas y aldabas de los piratas y partideños, que guardan la aurífera y argéntea maravilla de las bambas, y la rutilante pedrería de las joyas que los invasores hispanos robaban a su vez a los príncipes, princesas y grandes señores y caballeros indígenas de Iximché, Tulán, Xilbalbá y Gumarcaj.

Y más allá de los grandes trancos centenarios que marcaron la evolución histórica —ya no legendaria sino histórica— de Jutiapa, aparece en los tiempos la ciudad cabecera de este mismo nombre (tierra poblada de flores o xochil apán), fundada oficialmente con la categoría de Villa de Jutiapa en el año 1847, y 74 años más tarde, el 6 de Septiembre de 1921, adquirió finalmente la categoría de ciudad cabecera del departamento de Jutiapa. Sin embargo, aún mucho antes de este acontecimiento histórico, la autoridad administrativa central y los pueblos hermanos vecinos, ya le conocían desde mucho antes su prestancia de cabecera o capital de la circunscripción departamental de su nombre.

Muchas de las grandes epopeyas que llenan de brillantez la historia de nuestra nacionalidad, tuvieron como escenario lugares del departamento de Jutiapa y también su cabecera. Mucho antes de que ésta fuese creada como tal, tuvieron lugar los preparativos de la campaña emprendida por el general Justo Rufino Barrios, en pos de constituir la Federación Centroamericana, en diversos lugares jutiapanecos, así como posteriormente el embalsamamiento del cadáver e inhumación del corazón del libertador, en uno de los predios centrales de la ciudad cabecera de Jutiapa, en abril de 1885, vale decir en lo que en aquel entonces era el edificio de la Jefatura Política del departamento, a veinte metros hacia el sur del actual parque central Rosendo Santa Cruz, de Jutiapa.

En la hacienda Mongoy, ubicada al sur de la población de Asunción Mita, Jutiapa, tuvo lugar la histórica reunión de los presidentes centroamericanos Luis Bográn, de Honduras; doctor Zaldívar, futuro iscariote del unionismo federalista; y el propio general Barrios. Durante muchos años, los antiguos propietarios de la hacienda Mongoy mantuvieron como tesoros de recordación de la efemérides gloriosa, las tres sillas en que se sentaron los tres presidentes, que se proponían hacer una sola de las dispersas nacionalidades de nuestra mesoamérica. También en Jerez, el general Barrios tuvo otra reunión con Zaldívar, algunos generales guatemaltecos y don Luis Bográn, poco antes del tiempo señalado para emprender la marcha inmortal y malograda. Fue firmado entonces el histórico Pacto de Chingo (Jerez). Al caer abatido en Chalchuapa el general Barrios, su cadáver fue trasladado a Jerez, en donde los médicos le hicieron preparativos previos a la operación definitiva del embalsamamiento hecho en la Jefatura Política de Jutiapa, lugar donde habría de reposar en la tierra su auténtico corazón de benemérito del ideal más bello porque ha muerto guatemalteco alguno.

En el sacrificio de los hijos de la patria en su celo por la integridad del territorio nacional guatemalteco, también tuvo como escenario varios lugares del departamento de Jutiapa, la gran jornada defensora del honor nacional conocida como Campaña de 1906. En esta jornada que duró considerable tiempo para coronarse en victoria del ejército guatemalteco sobre el de la vecina y hermana república de El Salvador, fue vencido y muerto en el paraje Los Entrecijos, al sur del pueblo de Yupiltepeque, el general Tomás Regalado, Presidente de El Salvador, quien fue derrotado y muerto por el ejército nacional comandado por el general guatemalteco Ángel María Aguilar Santamaría.

Relataba el muy anciano capitán Belisario Recinos, de Santa Catarina Mita, que después de las largas horas que duró la batalla de Los Entrecijos, en la cual ya no se distinguía disparos sino un solo ensordecedor estruendo de los cañones de las dos artillerías contrarias y las infanterías luchando frente a frente, se divisó a lo lejos el avance de la persona del general Regalado, cabalgando su mula tordilla y seguido por su infantería. En ese momento, contaba nuestro relator, fue un auténtico diluvio de fuego el que empujó el ejército guatemalteco sobre el invasor, hasta que se vio caer junto con su cabalgadura al general Regalado bañados en sangre. Y en oleadas inmensas irrumpían los soldados del ejército invasor con el propósito evidente de recoger el cadáver de su comandante supremo; pero todo fue inútil, porque no pudo pasar nadie hasta donde cayó el general, quien fuera recogido por los vencedores y traído al pueblo vecino de Yupiltepeque, bajo cuya ceiba centenaria que aún existe (en la actualidad sólo existe el tronco de la milenaria ceiba, el follaje se secó), fue embalsamado y llevado posteriormente a descansar en su propia tierra, Santa Ana, donde yace en un panteón egregio y monumental, rodeado de leones gigantes.

Los sociólogos e historiadores modernos, creo que entre ellos el inglés Arnold J. Toinbee, han dicho que la historia de los pueblos es la de sus guerras. Nosotros estimamos que no debe ser así. La historia de cada pueblo ha de ser la de sus instituciones progresivas y pacíficas; la de su producción intelectual y artística, de las ciencias, de sus deportes; de la producción integral e industrial de bienes de toda índole y de la cultura colectiva, que irradien bienestar a las mayorías de la comunidad regional, nacional e internacional. Si esto último ha de integrar lo que se llama progreso, es obligado afirmar en cualquier enjuiciamiento autocrático de la realidad, que desde 1921 en que Jutiapa emergió a la civilización moderna como ciudad y cabecera de la comunidad regional departamental, ha permanecido en un notorio estancamiento, el cual exige una inmediata movilización de recursos y esfuerzos para sobrepasarlo.

El marasmo abúlico en que ha permanecido la ciudad y la región departamental en lo que va del presente siglo, no es culpa únicamente de la indiferencia y excesivo compadrerismo pseudopolítico interno, sino de su deficiente organización administrativa, tanto municipal como estatal, y del excesivo centralismo de que ha padecido y padece la administración pública de la nación, en donde no se mueve una hoja de las ramas más minúsculas del árbol administrativo, sin la venia del poder central y de sus órganos medulares.

En lo que va por memorizar acerca del pasado reciente, se puede afirmar que desde que fue construido el hermoso cuartel del corazón de la ciudad, el primero que se hizo de todos los demás de la república, y terminado en mayo de 1861 por el coronel Leandro Navas, la ciudad de Jutiapa ha merecido bien poco a sus alcaldes y gobernantes.

Este fragmento fué tomado de: Ensayo Monográfico de Jalpatagua Autor: Lic. Sergio Reyes Mazariegos